(Ilustración: Mavi)El Bar
del Muelle de Poniente
Situación
No es
un bar cualquiera. Se trata de un bar con dos puertas. Una comunica
con el Muelle de Poniente; la otra da a la calle. Cuando atraca un
barco hay mucho movimiento. Luego se calma la cosa. En una de las
muchas mesas, junto a una ventana que da al muelle, Héctor, que es
un cliente habitual del bar, trata de escribir algo en un cuaderno,
mientras observa el ir y venir de los pasajeros y de los que van a
recibirlos o a despedirlos. Poco a poco irán apareciendo más
clientes.
Personajes
Víctor
(Camarero)
Héctor
(Cliente)
Inés
(Cliente)
Hombre
negro con maletín (Veterinario)
Dos
policías de paisano
Siete
guardias civiles
Tres
hombres con trajes protectores
------
Héctor.—
(Al camarero.) Víctor, ponme otra, por favor. (El camarero
se acerca a la mesa, le pone otra cerveza y observa el cuaderno de
Héctor)
Víctor.—
¿Cómo va el poema del día?
Héctor.—
En paradero desconocido. No me he quitado el autofreno aún. Solo
tengo el principio. Quizá después de…
Víctor.—
Pues léeme el principio
Héctor.—
(Lee en voz baja.) Quedarte/Queda Arte. Quedarte con la sencillez
de la anécdota / sin la hondura postiza del silencio / Queda Arte en
los sombreados resquicios / de un orgasmo caducado...
Héctor
mira al camarero para ver qué le ha parecido.
Víctor.—
Creo que tiene enjundia; no sé de qué te quejas. Te dejo con tus
musas, que me reclaman.
(Héctor se
queda pensativo y tamborilea en la mesa con el bolígrafo, luego para
y hace el gesto de oler algo desagradable varias veces. Entra Inés
por la puerta de la calle con caminar tranquilo y solemne y se
sienta en la mesa de al lado de Héctor, también junto a la
ventana. Víctor se le acerca)
Inés.— ¿Se
puede saber a qué huele, Víctor?
Héctor.—
(Dirigiéndose a ellos.) Eso
mismo me estaba preguntando yo, de dónde viene ese pestazo.
Inés.— Me
parece un olor extraño, pero no me desagrada.
Víctor.— Os lo
diré, doscientos camellos.
(Tanto Héctor
como Inés
ponen cara de perplejidad)
Víctor.— Van
rodar otra versión de Lawrence de
Arabia, y han traído doscientos
camellos de extras, pero han contraído una enfermedad y están muy
malitos; no sé si tiene algo que ver con el olor.
Inés.—
(Dirigiéndose a Víctor.)
Tráeme un gin-tonic; vaya historia.
Héctor .—
(A Inés.)
Perdona, ¿nos conocemos de algo?
Inés.— Yo a ti
no, pero a mí me conoce todo el mundo.
Héctor.— Pues
no caigo.
Inés.— Soy
Marilyn Monroe. Ya veo que no eres cinéfilo.
Héctor.— Y yo
soy Víctor Manuel de Saboya, de nombre completo Víctor
Manuel Alberto Carlos Teodoro Humberto Bonifacio Amadeo Damiano
Bernardino Genaro María, príncipe de Italia, también conocido
como príncipe de Nápoles.
Inés.—
Encantada. Luego me das tu tarjeta de presentación para presumir de
amistades aristocráticas con Arthur Miller, que dice que soy una
pueblerina.
En ese momento suena la sirena de un barco
que está atracando en el puerto. Algunos de los clientes del bar se
apresuran a pagar y a salir por la puerta que da al muelle, para
recibir a los pasajeros.
Héctor.— (A
Inés, después de una pequeña pausa.)
Bueno, ahora en serio, creo que te he visto en alguna parte.
Inés.— Es
posible; hago performances
en fiestas privadas, en plazas, donde encarte. Aunque siempre voy
disfrazada de algo.
Héctor.— Pues
en algún sitio de esos te habré visto seguramente. Aunque no
caigo...
Inés.— Ahora te
toca a ti. ¿A qué te dedicas? Si es que te dedicas a algo, o solo a
tomar copas en los bares.
Héctor.— Soy
corrector de empalmes, pero Víctor dice que soy escritor. Él no
sabe lo que es una ventana abierta, y además con lo de los camellos
no sabría decirte. Puede que sean dromedarios; con esto hay siempre
mucha confusión, una joroba, dos jorobas...
Inés.—
Eres un poco rarito, pero no estás del todo mal. Ya me contarás qué
es eso de corrector de empalmes. Suena a castrador sexual o algo así.
Héctor.—
Gracias por lo de rarito ¿Puedo sentarme en tu mesa?
Inés
no contesta. Héctor se levanta y, sonriendo, se sienta
en la mesa de Inés. Víctor se acerca
con el gin-tonic, pero un hombre de color con un maletín en la mano
que ha entrado por la puerta lo aborda.
Hombre
negro.— (Con maletín y acento
africano.) Perdone camarero, ¿sabría decirme dónde tienen
instalados los camellos?
Víctor.—
En el muelle uno, según se sale a la izquierda, pero con
seguir el olor...
Héctor.—
Parece un veterinario, negro y con ese maletín.
El
negro del maletín sale por la puerta del muelle; Víctor
deja la bebida sobre la mesa y se dirige a Inés y a
Héctor.
Víctor.—
Veo que habéis «congeniado». ¿Pilláis el juego de palabras? Dos
genios juntos, je, je, je. Mira que sois clientes antiguos, y nunca
habíais coincidido en el bar. Os dejo solos.
Héctor.—
Con todo este ajetreo no he podido escribir ni una línea. Al menos
he conocido a Marilyn Monroe, je, je, je, je.
Inés.—
Puedo servirte de musa, o de mesa, o de misa, o de masa.... De moso
no puedo. Pero soy muy versátil, ¿verdad?
Héctor.—
Ya veremos. Estaba escribiendo un poema, antes de que llegaras, que
jugaba con Queda Arte y
Quedarte. Por cierto, ¿piensas
quedarte mucho tiempo?
Inés.—
Nunca se sabe. Y ya que estamos, ¿tú consideras una performance
como algo artístico?
Héctor.—
Supongo que sí; algunas me han sorprendido gratamente. Ahora,
también he visto tomaduras de pelo, que tienen su arte también. No
soy yo un juez en estos asuntos; ni en ninguno. Me gustaría verte
actuar algún día.
Inés.—
Pero
qué crees que es esto, esto es una pura performance.
Héctor.— ¿Sabes
que eres una mujer muy hermosa? No me había dado cuenta hasta ahora.
Inés.— Sí,
hombre, por eso te has sentado aquí.
Héctor.— Es que
Víctor siempre está con la paliza de que no ligo.
Inés.— Te has
sentado para ligarme.
Héctor.— Bueno,
es una manera de hablar.
Inés.— Ya lo
has intentado; ya puedes volver a tu mesa.
Héctor.— Pues
comenzamos bien.
Inés.— ¡Ah!
Pero ¿hemos comenzado algo?
Héctor.—
Estamos los dos aquí peleándonos.
Inés.—
¿Peleando yo? Tú no me conoces.
Héctor.— Eso es
lo que me gustaría, conocerte un poco.
Inés lo mira y le sonríe. Se quedan los
dos callados. Está atardeciendo y una luz anaranjada lo envuelve
todo. Se oyen risas y bullicio, van entrando los viajeros recién
llegados, hay alegría y abrazos, unos salen por la puerta de la
calle y otros ocupan algunas mesas. Entra el negro con el maletín
sudando a la gota gorda, se acerca a la barra.
Hombre negro.— Un
whisky
por favor (Como hablando para sí.)
Esto va a traer consecuencias,
seguro que va a traer consecuencias.
Víctor.— ¿Cómo
dice?
Hombre negro.—
Nada, nada, hablaba conmigo mismo.
Alguien
ha puesto en la máquina de discos algo de jazz
clásico, alguna balada de Lester Young, por ejemplo. Víctor
pasa junto a la mesa de Inés
y Héctor.
Víctor.—
Veo que hay química por aquí, ¿no?
Héctor.—
No me seas cotilla y rellena los vasos, porfa.
Víctor.—
¡A mandá!
Héctor.—
Se me acaba de ocurrir una idea un tanto rocambolesca para una
performance.
Inés.—
Dispara.
Héctor.—
Algo así como que tú alunizas (en la Luna, claro) y los lunáticos
alucinan contigo. Me explico: Eres una alquimista que lleva a la Luna
la medicina universal (Azoth), esa sustancia compuesta de mercurio,
azufre y sal. El Elixir de la Vida, vamos. Los lunáticos desconfían.
Piden pruebas de la eficacia del elixir, como en el antiguo Oeste.
Repartes piruletas entre el público como si fuera la sustancia
mágica...
Inés.—
Complicadillo el montaje, pero podría intentarse con un poco de
imaginación. Habría que construir una pequeña nave espacial para
dar el pego y...
Héctor.—
Pero ahí no acabaría la cosa. Para terminar, tú te conviertes en
serpiente. En pleno éxtasis, empiezas a devorarte por la cola. Ese
es el momento en el que sale a escena otro actor que andaba escondido
entre el público, y con una espada de fuego le corta la cabeza,
junto con la cola engullida, a la serpiente. Fin.
Inés.—
Oye, no se te da mal lo de ser guionista.
Héctor.—
Con un poco de alquimia, la cosa cambia.
Inés.—
Lo mismo te doy yo alguna idea para ese poema que no termina de
cuajar.
Héctor.—
Lo veo difícil. Esto de corrector de empalmes es una tarea
extremadamente solitaria.
Inés.— No
estarás llamando corrector de empalmes a ser poeta, ¿no?
Héctor.— ¿Qué
otra cosa podría llamarlo? La poesía llega de un lugar que
desconozco, y llega por fragmentos, como un puzle que el poeta ha de
corregir y empalmar.
Inés.— O sea,
que el poeta es como un transistor.
Héctor.— Más o
menos.
Entra por la puerta que da a la calle el
negro del maletín seguido de dos policías de paisano y siete
guardias civiles; atraviesan el bar y salen por la puerta del muelle
todos menos dos guardias.
Guardia número
1.— (Levantando la voz.)
¿Quién es el regente de este bar?
Víctor se le acerca.
Víctor.— ¿Qué
problema hay, señor guardia?
Guardia número 1.—
Agente, señor agente.
Víctor
y Guardia número 1
hablan en voz baja. Guardia
número 2 ocupa la puerta de
salida al muelle. Se crea un silencio incómodo y todos los clientes
observan extrañados.
Víctor.— (En
voz alta.) Señores, el muelle uno
está en cuarentena; nadie puede acercarse.
Murmullos de los clientes.
Guardia número 1.—
Solo habrá un corredor para los viajeros y pasa por este bar.
Alguien entre los clientes se levanta y
pregunta.
Cliente.— Pero
¿qué es lo que ocurre?
Guardia número
1.— Hay unos camellos enfermos y no sabemos aún si su enfermedad
es contagiosa. Debemos tomar las debidas precauciones. Pero no se
preocupen; todo está bajo control.
En
ese momento empiezan los clientes a pedir sus cuentas y a marcharse
con un cierto disimulo. Se quedan solos Víctor,
Inés
y Héctor.
Al terminar de cobrar a los clientes, Víctor,
con una copa de coñac, se sienta en la mesa con Inés
y Héctor.
Héctor.—
Voy al servicio; demasiadas cervecitas. Y tú, Víctor, no me seas
cotilla; cuidado con lo que cuentas.
Víctor.—
Descuida. Sabes que soy muy discreto jeje.
Héctor.—
No te lo crees ni tú.
Y
se marcha hacia el servicio, andando
como si estuviera en un pase de modelos. Víctor
e Inés
se ríen a carcajadas.
Víctor.—
(A Inés.)
¿Qué te ha parecido, Héctor? Lo
conozco desde que éramos unos niños.
Inés.—
Me ha parecido un pelín inquietante, como si quisiera ocultar su
verdadera personalidad.
Víctor.—
Ha tenido un desengaño amoroso hace muy poco. Que lo han dejado
tirado, vamos. Y esta vez parecía que estaba muy enamorado. Y,
además, los poetas son muy egocéntricos. No sé por qué te digo
esto; no le va a gustar.
Inés.—
Yo no soy poeta, pero también soy egocéntrica. Más que nada, para
vencer la esquizofrenia. Concentrar toda la personalidad en una
«única» persona, que no es fácil. Mira, cambiemos de tema; por
ahí viene Héctor.
Héctor.—
¿Qué? ¿Os habéis puesto al día?
Víctor.—
Hablábamos de física cuántica, je, je.
Héctor.—
Cuántico cuento tienes tú. Pues, mira, mientras estaba desaguando
me han venido unos versos de repente para continuar con el poema; os
recito, si no os importa:
Queda
Arte en la ceremonia / siniestra del relámpago / Quedarte
asilvestrado y sereno / junto al último difunto / Queda Arte aún
en la sabia arquitectura / de tu esqueleto intacto / Quedarte para
qué, vete y olvídame
Inés
mira fijamente a Héctor
y, tras una pausa, le dice:
Inés.—
Ese último verso no estará dedicado a mí, ¿no?
Héctor.—
Por favor..., no seas mal pensada. Ese verso está dedicado a una
«amiga» que ya se fue y se olvidó de mí. Una especie de venganza.
Aunque sucedió al revés.
Inés.—
(Haciéndose la inocente, como si no
supiera lo del desengaño amoroso de Héctor.) Vaya,
aunque una mancha de mora, con otra verde se quita.
Entran
por la puerta de la calle tres hombres con maletines vestidos con
equipos de protección individual
(EPI) y salen por la puerta del
muelle. Víctor,
Héctor
e Inés
los miran perplejos.
Héctor.— La
cosa se pone peor.
Víctor.—
(Asustado.)
¿Creéis que esto nos va a afectar?
Inés.— Creo que
ya nos está afectando.
Héctor.—
(A Inés.)
Habrá que irse. Te acompaño un
rato si quieres ¿Hacia dónde vas?
Inés.—
Improvisaremos algo. Despistemos al destino. ¿Te parece?
Héctor.— Me
parece perfecto.
Se despiden de Víctor
y salen. Víctor
pone en la máquina de discos una canción de Cheikha Remitti (la
abuela del raï) con Robert Fripp: Mendirch
el Haseb, y va recogiendo las mesas.
Las luces del bar van menguando progresivamente hasta quedar todo
oscuro. Mientras, el telón va cayendo poco a poco hasta el suelo del
escenario.
Hermanos Albadalejo
Chauen/Nerja
Veintidós de mayo de 2022
Música para cerrar el bar y bajar lentamente el telón