El Tren
Aquel tren había echado el ancla
y ya no se movería nunca más del sitio. Ahora le tocaba moverse al
resto del mundo. Los billetes para ese tren eran muy difíciles de
conseguir, había que tener muy buenas influencias y aflojar una gran
cantidad de pasta para hacerse con ellos.
En cierta ocasión, hace ya algún
tiempo, con la ayuda de un amigo de otro amigo de otro amigo que me
debía un gran favor, pude comprar dos billetes, uno para mi amante y
otro para mi.
Subimos a aquel tren anclado en
medio de la nada. Esperamos un rato a que se completara con el resto
del pasaje, igual que en los carricoches de las ferias y nos
dispusimos a contemplar cómo el paisaje, con su variada naturaleza y
los pueblos y ciudades de todo el mundo, “viajaban” ante nuestras
narices sin tener que movernos nosotros ni un ápice.
Al principio empezaron a desfilar
lentamente, por delante de la ventana de nuestro camarote privado,
unos árboles de porte majestuoso. Después, grandes prados
amarillentos con montañas inmensas en el horizonte. Los camareros
nos ofrecían frecuentemente copas de champán, canapés variados y
exquisitos bombones, además de servirnos el desayuno, comida y cena
con la más rigurosa puntualidad. Algunas azafatas estaban siempre
dispuestas para poder atender nuestras peticiones, cuando estas
fueran mínimamente razonables.
Empezaron a aparecer entre el
paisaje algunos pueblecitos de casas blanquísimas y chimeneas
humeantes. Cuando quisimos darnos cuenta, por la megafonía interna
se anunció la “llegada” al tren de la primera gran ciudad:
“Estimados pasajeros y pasajeras, en breves instantes podrán
contemplar cómo la ciudad de Venecia aparece ante sus ojos como por
arte de magia. Y sin movernos del sitio. Pueden disfrutar de ella
durante seis horas, contadas a partir de que Venecia “se detenga”
en el andén de nuestra estación. Después de ese tiempo, la ciudad
“partirá” y el pasajero que no se encuentre en el tren lo
“perderá” para siempre”.
La incredulidad inicial dio paso
a un estado de euforia general, ayudada en parte por la generosa
ingesta de champán por parte de los pasajeros. Disfrutamos de
Venecia con un poco de estrés, no queríamos despistarnos y perder
el tren; bueno, que el tren nos perdiera a nosotros, arrastrados por
la despampanante ciudad de Venecia.
Después de contemplar cómo un
fiordo noruego pasaba descaradamente ante nuestros ojos, un apretado
bosque de abetos, dos desiertos con sus camellos, la muralla china,
el Lago Titicaca, y La Selva Negra, pudimos comprobar, debidamente
anunciada por la susodicha megafonía, cómo se detenía delante de
nuestro inverosímil y sedentario tren, la imponente ciudad de Río
de Janeiro.
Aquí ya pudimos soltarnos un
poco y aprovechar bien el tiempo. De todas formas habían añadido
una hora más debido a alguna protesta por parte de algún pasajero
importante; ahora eran siete. Estábamos aprendiendo a dosificar el
tiempo.
Pasaron el Machu Pichu, La Selva
Amazónica, Las Cataratas de Zimbabwe, El Gran Cañón del
Colorado... En los intervalos entre estos maravillosos paisajes se
detuvieron ante nuestro tren y pudimos visitarlas, por este orden,
las ciudades de Marrakech, Roma, Varanasi, París, Barcelona,
Katmandú, Buenos Aires, Alejandría, Nueva York y Amsterdam. Y ahí
acabó aquel estático viaje en tren, donde el pasajero no viaja, es
el “mundo” el que viaja hacia el pasajero. Ese mundo dejó de
moverse, volvimos a contemplar el prado del principio del viaje por
la ventanilla de nuestro camarote. Nos dieron una cordial despedida
por la megafonía, bajamos del tren y nos desplazamos a casa. Qué
extraño nos resultó “desplazarnos” nosotros, en vez que se
desplazara la casa hacia donde nos encontrábamos. En fin, así son
las cosas.
Se detuvieron ante nuestro Tren ... Amsterdam...
Pasaron... El Gran Cañón del Colorado...