ELLA Y ÉL
Ella era pequeña (de niña),
no peluda y suave. El interior de sus muslos era (y es) muy sedoso.
Odiaba su cabellos. También odiaba otras cosas suyas. Todo a su
debido tiempo. Le atraían los precipicios.
Èl era pequeño (de niño) muy
poco peludo de pecho pero suave de gestos. Fue barbilampiño hasta
que hizo la mili. No había estudiado muy bien su cuerpo, pero
pensaba que era sandunguero de nacimiento (sin pasarse).
Ella siempre quiso ser querida
por todos, sin excepción. Era uno de sus problemas, aunque no el
único. También quería querer a todos, cosa bastante improbable a
todas luces. ¿Que no?
Él se creía que leyendo libros
de zen, todo iría sobre ruedas. Como el que se cura solo con leer el
prospecto de un fármaco. No tenía mucha esperanza en el progreso.
Su suegra (que en paz descanse) si.
Ella y Él, cuando se cruzaban
en el pasillo de su casa un sábado por la mañana (Ella vendría de
pasar revista a las flores del jardín y Él de leer una novelita de
Gómez de la Serna en el cuarto “del fondo”) se reían sin saber
por qué y hacían planes para derrotar la insistencia de la rutina
por instalarse en su vida; y de eso, ni hablar. A vivir, que son dos
días.
Ella estaba empezando a hablar
sola cuando no había nadie más en casa. Intentaba mantener un
equilibrio entre materia y espíritu, cosa difícil de conseguir si
no es con una disciplina férrea (y ella pues bueno...). Se reía (y
se ríe) mucho. A solas y acompañada. Por cualquier cosa. Su risa
era y es inconfundible.
Él tiraba de utopías para no
dejarse llevar por el pesimismo reinante. Un poco infantil si que era
(y lo sigue siendo), pero la infancia es una época dorada (en
algunos casos) y es difícil renunciar a su esencia. Es más, la
pérdida de la inocencia (aunque no del todo) era lo que más
lamentaba. También era escéptico. Es decir, no se creía todo lo
que le contaban. Lo había comprobado con el paso de los años. Casi
todo estaba manipulado para parecer una verdad como un templo; y
luego resultaba que no, que ni verdades, ni templos.
Ella y Él discutían sobre
cualquier cosa aunque sus posturas coincidieran en muchos casos. Unas
veces les salía el tiro por la culata y otras veces salía el sol
por Antequera. En algunas ocasiones se producían efectos colaterales
que se suavizaban al tercer día, con un poco de suerte.
Ella casi levitaba con solo
acercarse a la orilla de una playa. Y ya dentro del agua, qué te voy
a contar.
El se aburría como una ostra si
le obligaban a presenciar cualquier “espectáculo” de
“entretenimiento”.
Ella y Él disfrutaban con lo
“grotesco”.
Ella era capaz de silbar más
agudo que algunos pájaros. Sobre todo para disimular un mal momento.
Él, con la edad, estaba
perdiendo un poco la capacidad de oír los tonos más agudos, Por lo
demás, oía con bastante precisión el ronroneo de los astros y las
estrellas en el universo (?).
Ella y Él no eran como los
demás. Ni los demás eran como ellos, todo hay que decirlo. No es
que fueran especiales, es que eran muy suyos. Por eso, el día que se
conocieron, se dijeron para sus adentros: “caramba, no es como
los/las demás” y emprendieron su aventura juntos, sin pensárselo
dos veces.
Ella sigue intentando
comprenderlo (a Él), cosa harto complicada. Bueno, en realidad sigue
intentando, incomprensiblemente, comprenderlo “todo”. Está medio
obcecada en el asunto, y claro, eso frustra un pelín. Al rato se le
olvida y se pone a silbar mientras arregla un parterre en el jardín.
Él se refugia en “sus”
cosas, y que comprenda Rita la cantaora. Mientras está entretenido
con algo, miel sobre hojuelas. Menos mal que hay muchas “cosas”
en el mundo a las que meterle mano, metafóricamente hablando.
Ella y Él pasean mucho. Ella,
normalmente, habla más que Él. Ella enseguida se acalora y empieza
a quitarse ropa. Él es más tuareg y resiste sin hacer estriptis, a
no ser que sea pleno agosto y encima Ella lo lo tenga medio
acorralado en alguna discusión comprometida. Entonces puede que Él,
en el mejor de los casos, se quite el pañuelo del cuello, pero no
pasa de ahí.
Ella, en las reuniones de
amigos, si se produce un silencio, se incomoda y enseguida propone
cualquier tema, el primero que se le venga a la cabeza. Esto trae
consecuencias casi siempre, porque normalmente le llueven
comentarios de todos los colores para los que no estaba muy
preparada. Es lo que tiene el improvisar.
El, en esas reuniones,
normalmente se escaquea por algún rincón, no muy lejos. Si es
posible, se arrellana en algún sofá y escucha a todos. Solo
interviene si alguien le pregunta directamente su opinión o en casos
de urgencia, cuando algo atenta contra su “dignidad”. Es muy
digno, de una dignidad medieval, como la de un caballero de alguna
tabla redonda imaginaria.
Ella, en algunas
cuestiones, es dada al autoengaño, queriendo creer, sin creerlo del
todo, que lo hace en su propio beneficio. Pero el eco le responde una
y otra vez como el monótono canto de una tórtola: Nanai de la
china… Nanai de la china… Nanai de la china.
Él, en algunas
ocasiones, busca el trampolín de los sueños. Se fía más de ellos
que de la cruda realidad. Claro que, a veces, cuando sueña con
mundos extraordinarios, al despertar se le cae el mundo a sus pies
momentáneamente. Luego hace un gesto, como sacudiéndose el polvo y
se pone a estrenar el día. No se le puede negar su ingenuidad.
Ella no sabe de
secretos. Es más, un secreto en sus oídos se convierte por arte de
magia, en un comentario sin frontera alguna. Pero no por traicionar,
no hay maldad alguna, sino porque olvidó completamente la
advertencia que le hicieron: “no se lo cuentes a nadie, es un
secreto”. “¿Ahhhh siiiiii?…no me acordaba” contesta ella
cuando se lo reprochan.
El no suelta
prenda. Mientras menos se sepa de su persona, en todas las facetas,
mejor que mejor. No da facilidades. Si quieres saber algo de él,
tienes que hacer un curso superior de espeleología aplicada al
comportamiento humano.
Ella y Él
filosofan con frecuencia. Y se pierden a menudo en cuestiones
patafísicas. A veces es divertido. Otras, no.
Ella y Él
disfrutan con el arte. Con el arte que les da alas. No con
cualquiera. Son muy selectivos. Pero ahí no vamos a entrar. Sería
un capítulo aparte. Lean sus memorias, si es que las escriben algún
día.
Él era muy
observador, incluso se observaba a si mismo desde una cierta
distancia. Aún así, se le escapaban cosas. Por ejemplo, hasta hace
muy poco no se había dado cuenta de que cada vez que se asomaba al
espejo con disimulo por las mañanas para identificarse, siempre
decía una misma frase, muy bajito: “Si, es posible” (pero
dudando de esa posibilidad, como si dijera “si tú lo dices”).
Ella, directamente,
odiaba los espejos. Los cambiaría por ventanas, o mejor, balcones al
mar o a la montaña, donde poder asomarse los días de viento, o de
lluvia, o de sol, al amanecer, al atardecer, o de noche, para
contemplar su rostro entre las estrellas, que seguro que ese cielo
azabache lo reflejaría con más gracia que un absurdo, falso y
triste espejo. De eso no había duda.
Ella es muy
simpática. Aunque a ella misma no se lo parece. Tristan Tzara se
parecía muy simpático él mismo. Hay que decírselo de vez en
cuando para subirle la autoestima: “Qué simpática eres”, aunque
te puede responder si tiene un mal día: “¿me estás diciendo con
eso que solo soy simpática y no guapa, delgada, inteligente etc…?”
En fin, siempre es difícil acertar con estas cosas.
El está casi
conforme con su “normalidad rara”. Se considera normal, pero…
raro. Lo lleva con aparente dignidad. Le hubiera gustado ser menos
tímido, pero eso, a lo mejor lo hubiera hecho subirse más a la
parra y perdería mucho. Es mejor así. Hay defectos que ayudan y
virtudes que perjudican.
Ella y Él son
expertos en desenmascarar lo que sea: personas, situaciones,
películas…Disfrutan descubriendo lo que hay de falso en algo. Y la
verdad, es un placer reconocer lo falso. Otra cuestión es encontrar
lo verdadero. Eso ya es más complicado. A veces, imposible. ¿Quién
nos lo garantiza? (lo verdadero, digo).
Ella y Él…siguen
danzando el baile de la vida, procurando oír la música adecuada
para poder bailar al son que más les gusta.