Sueño nº 13
Nunca me ha gustado perder el
control, pero allí estaba yo, en medio de la fiesta, a la deriva, con mis
catorce añitos cumplidos. El organizador
de aquel encuentro era Paul Bowles (El Cielo protector). La fecha: un día
cualquiera de mil novecientos sesenta y pico. El lugar: una vieja mansión de
varios pisos en las afueras de Tánger.
La gente abarrotaba los distintos
cuartos de la casa, sentada sobre
alfombras y cojines o bailando y charlando en las terrazas y en el jardín medio
silvestre. Varios criados marroquíes, ataviados con el típico fez, servían té a
la menta y pasteles en bandejas plateadas. Los pasteles resultaron estar hechos
con majoun (una mezcla de frutos secos, especies, miel y flores de kif, muy común en Marruecos en ese tiempo) Al
cocinero se le debió ir la mano con las flores y todo el mundo andaba completamente ido, o al menos yo
lo veía así. Las escenas se sucedían a cámara lenta, más bien lentísima.
En la fiesta estaba “todo” Tánger de
aquellos tiempos: Los Bowles, con Jane de maestra de ceremonias, Truman Capote,
íntimo de Jane, Djuna Barnes, los Beat
con Burroughs y Kerouac incluidos, Mohammed Chukri y algunos invitados
especiales que habían aparecido por
sorpresa en la ciudad esos días.
Me quedaba absorto con cualquier
nimio detalle, una voluta de algún cigarrillo se convertía en un cometa, una
carcajada resonaba como un trueno, la mirada de una bailarina me traspasaba el
cráneo; mis pies estaban a un kilómetro de mi cabeza, casi no los veía;
intentaba sonreír pero mi cara se había convertido en un pergamino. Me levanté
con gran esfuerzo del cojín en donde estaba sentado. Intenté la odisea de
recorrer los distintos cuartos de la casa. Al entrar en uno de ellos pensé que
estaba en un sueño dentro de otro sueño: en unas banquetas estaban sentados Brian Jones y Keith
Richards tocando “As tears go by” con sus guitarras de doce cuerdas; sentada en
un cojín, junto a ellos, Marianne Faithfull ponía voz a la canción y tumbada sobre
la alfombra, Anita Pallenberg fumaba lánguidamente; del humo de su cigarrillo
salían sombras que luego se materializaban en personas conocidas pero no podía
recordar sus nombres; luego desaparecían, se volatilizaban en el aire espeso de
la habitación.
Alguien me arrastró hacia fuera del
cuarto y me ayudó a sentarme en el césped del jardín. En un banco cercano,
Burroughs le susurraba algo al oído a Ginsberg; quería oír qué le decía, pero
el susurro era inaudible. La gente pasaba junto a mi, y sus risas retumbaban en
mi cabeza con eco retardado. Jane Bowles salió y se puso a desmenuzar miguitas
de los pasteles de majoun para los pájaros. Al rato, un par de pájaros se
pusieron a dar vueltas alrededor de mi cabeza como si estuvieran en órbita;
empecé a dar manotazos para espantarlos pero apareció Mick Jagger arrastrándose
por el césped como una serpiente, con esa sonrisa magnética tan característica.
Se paró a medio metro de mí y me ofreció una bolsa de papel con algo blando dentro.
Sonrió y luego se marchó reptando, moviendo las caderas como si estuviera
actuando en un escenario.
Pasó un tiempo indefinido pues estaba
hipnotizado con el sonido de unos tambores y flautas que procedían al parecer
de uno de los cuartos del edificio. Me sonaban a los Master Musicians of Joujouka; probablemente habrían venido por
invitación de Paul Bowles, al saber que Brian Jones venía a Tánger. Abrí la
bolsa que me había regalado Mick, eran tomates rojos chillones, muy maduros.
Salí a la calle e intenté encontrar el camino de regreso al hotel Minzah, que era donde me hospedaba. Mientras
callejeaba me dediqué, sin saber porqué, a estrellar los tomates en el suelo,
uno a uno, cada diez pasos. Contar diez pasos cada vez resultó ser una tarea
extraordinaria, titánica; me distraía con cualquier cosa, veía sombras extrañas en cada esquina, oía
ruidos procedentes de otros mundos a mi alrededor. Miré hacia atrás, y el suelo
del camino estaba repleto de manchas rojas de los tomates espachurrados y
varios perros escuálidos se dedicaban silenciosos a lamerlas con sus largas
lenguas moradas. Llegué al hotel de madrugada, cuando comenzaba a lloviznar,
con las primeras luces del día.