
LA HABITACIÓN
Os voy a contar, al oído, un episodio que me ocurrió el otro día y no quiero que se divulgue; no se lo digáis a nadie, me tomarían por loco.
Había decidido perderme unos días en una ciudad desconocida; el año había sido duro de pelar en todos los aspectos imaginables y necesitaba unas vacaciones de “todo”, incluso de mí mismo.
Elegí una ciudad del norte de Europa (por llevarme la contraria). Llegado a mi destino, cogí un taxi y le pedí al taxista que me llevara a un hotel en un sitio tranquilo y agradable. Llegué al hotel y me puse cómodo. La habitación era muy grande, con cuarto de baño y un balcón a la calle. Extrañamente tenía dos puertas, una junto a la otra. Decidí empezar la jornada con una buena ducha cuando sin previo aviso entran apresuradamente, dando un empujón a una de las puerta, dos adolescentes austríacas muy pálidas, vestidas con trajes medievales medio desgarrados. Con gestos aterrorizados (mi austríaco-alemán es muy limitado) me preguntan si pueden refugiarse un momento en la habitación. Como me pilló de sorpresa y las vi tan indefensas, les dije que se quedaran un rato. Ellas, asustadas, se metieron en una cama que había en un extremo de la habitación. Me dispuse a entrar en el baño para darme una ducha, cogí la cartera por si las moscas y me encerré en el baño.
Al salir me encontré con la habitación llena de gente de distinto pelaje: una familia de gitanos húngaros estaba sentada a la mesa, con todos los preparativos propios para realizar la matanza del cerdo, ollas, cuchillos, condimentos, vino…y en una esquina, el cerdo, atado, chillaba con todas sus fuerzas imaginando su destino; un grupo de Cheerleaders de un equipo local de baloncesto, dormían en mi cama, roncando, ajenas al ajetreo que reinaba en el entorno. Tres cachorros de perros callejeros jugaban en una esquina mordisqueando mis zapatos y persiguiéndose el rabo unos a otros; las adolescentes, tapadas hasta el cuello miraban la escena aún más asustadas que cuando llegaron, y yo con el pelo empapado, observaba, sin dar crédito, todo lo que sucedía a mi alrededor. Monté en cólera y rompí la botella de vino de los gitanos contra el suelo; me puse a dar voces diciendo que saliera todo el mundo de la habitación, pero nadie me hacía el menor caso, es más, me ignoraban completamente; solo las adolescentes parecían darse cuenta de aquel caos y de mi reacción rayando en la locura.
En ese momento entró volando por el balcón un loro parlanchín, se posó en la lámpara y se puso a recitar con voz chillona el poema de Jean Cocteau “Pieza de Circunstancia”:
Graba tu nombre en un árbol
que se extienda hasta el nadir.
El árbol es mejor que el mármol.
pues en él los nombres crecen.
Comprobé las dos puertas, ¡estaban cerradas con llave! En ese momento entró por una de ellas, sin ninguna dificultad, un operario del hotel con una escalera de mano, cantando “Concentration moon” de Frank Zappa, con una voz de falsete increíblemente aguda:
Concentraaaaaaaaaaaaaation Mooooon
Over the camp in the valleyyyyyyyyy
Concentraaaaaaaaaaaation Moooooon
Wish I was back in the alleyyyyyyyyyyyyy
Por lo visto, para entrar no había problemas; salir era otro cantar; abrí una de las puertas con mi llave, bajé a recepción y les dije lo que estaba pasando en mi habitación, se encogieron de hombros y me miraron con cara de no creerse nada de lo que les estaba diciendo, tomándome por un turista chiflado, un borracho, un lunático o las tres cosas a la vez; pedí el libro de reclamaciones con la intención de escribir lo ocurrido, pero desistí ante la cantidad de atrocidades que tenía que describir (con lo mal que me expreso escribiendo) y tiré el libro por una ventana a la calle con rabia. Subí a la habitación y ¡me la encontré impecable!, como cuando entré por primera vez. Todo estaba en su sitio, aunque solo tenía una puerta. Me quedé en silencio unos segundos, hice mi maleta, me puse los zapatos mordisqueados, salí por el balcón y bajé a la calle por la escalera de incendios. Fui al aeropuerto y pedí en una agencia un billete para una ciudad “lo más al sur del mapamundi”. La empleada de la agencia me hizo un guiño de complicidad que yo no comprendí en absoluto, pero tenía los ojos muy bonitos.