Hay quien dice...

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I

Hay quien dice que No hay Eternidad

Si se exprime el jugo
de los sueños de los muertos
(Sin incluir a los Mitos)
Entramos en otra materia
La materia de los circos
Con vuelos de trapecistas
Y elefantes barritando

Nadie en su sano juicio
se ríe del Océano (por ejemplo)
Puede que del misterio
o de los cementerios
Pero no de la Eternidad
Primero hay que sopesarla
Luego, ya vendrá el Vértigo


Y se llora por todo
Por los vivos y los muertos
Con música de chirimías
o tambores africanos
Se llora a tumba abierta
Se llora simétricamente
Con cierto protagonismo

Hay quien sueña con ser otro
surcando una partitura
arquitectónicamente perfecta
Pero el sueño se va al traste
de una forma irreversible
al saltarse los silencios
y quedarse en un bufido.


(O al saltarse un requisito, o una indicación de Satie en una de sus partituras:
“Retire la mano y métasela en el bolsillo” o Sin pestañear demasiado”,
o “Provéase de clarividencia”, o “Con un profundo olvido del presente”,
o “Con un candor recatado pero conveniente”) *


* Ver Cuadernos de una Mamífero. Erik Satie








 II

Hay quien dice que SI hay Eternidad

Si se exprime el jugo
de los sueños de los Vivos
(Incluyendo a todo dios)
entramos en otra materia
la materia del Teatro
asesinando primero (requisito imprescindible)
al tenaz Apuntador

Nadie está en su sano juicio
y se ríen en general
de todo lo que se mueve
pero nunca de Ellos mismos
Aunque luego se arrepienten
rezan siete “avemarías”
y creen en la Astronomía

Lloran siempre a escondidas
Por los vivos y los muertos
Sin música ni alharacas
y sin mirar a la Meca
Es un llanto muy viscoso
difícil de consolar
aunque el tiempo hace milagros

Hay quien sueña con No Ser
Es decir, con alcanzar
ese estado tan simpático
El de la Inmortalidad
Que persiguen incansables
Los ingenuos y los fatuos
O los cantantes de blues.

(O los encofradores turcos, o los albinos del Congo,
o los remeros del Volga, o el Lobo de Caperucita,
o la que canta boleros, o un bohemio muy muy triste,
o la novia de King Kong, o un barbero de Sevilla,
o el cura que da latín, o un poeta muy ambiguo,
o una novia ya olvidada, o una maga de Sumeria,
o un bailarín del Japón, o la Poupee qui fait non, non, non, non…)








III

Hay quien dice que Ni cree Ni deja de creer en la Eternidad

Si se exprime el jugo
de los muertos vivientes
o de los vivos más bien muertos
entramos en otra materia
la Cinematográfica
con Monsieur Hulot al volante
o en el tren con Buster Keaton

Nadie está en su sano juicio
Con el camarote lleno
riéndose de su sombra
sueñan un final felíz
como ese “nadie es perfecto”
o algún otro esperpento
que nos haga sonreír

Y en materia lacrimógena
¡ni que fueran plañideras!
Ahí explotan sus truquillos
vilmente y sin compasión
empapando los pañuelos
y olvidando por un rato
los problemas verdaderos

Hay quien sueña con la gloria
Otros con olvidarse
del pueblo en donde nacieron
ocultando sus acentos
y tiñéndose el cabello
Y todos quieren ver escrito
su nombre en aquella acera


(veremos que pasa luego, si hay o no hay Eternidad,
pero primero veamos, ¿todo esto de qué va?,
hay sospechas y opiniones, nadie sabe la verdad,
exprimamos nuestros sueños, vivos, muertos, que más da,
que por su propio peso, al final todo caerá) *

* Disculpen, no pude evitar la rima, estaba “a huevo” y salió sola.






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Aún no amanecía

Aún no amanecía y salió a caminar. Se había pasado la noche en blanco, dándole vueltas a los mil y un problemas que había ido acumulando últimamente. Ya en el muelle, entre la bruma, aceleró el paso. Su cuerpo poco a poco empezó a perder células con la fricción del viento. Llegado el momento se quedó en el esqueleto. El espeluznante gruñido de una gaviota rompió la monotonía de la marcha. El viento producía un silbido peculiar al pasar por las cuencas de los ojos y entre las costillas. Al encontrarse más liviano, aceleró el paso aún más y las células de los huesos fueron desprendiéndose hasta que el esqueleto se desintegró por completo. El peculiar silbido se apagó. Nada ofrecía ya resistencia al viento. Nada. 

Mandarinas, abismos y flores en el pelo

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Mandarinas, abismos y flores en el pelo

...hace un día tan luminoso que hasta me apetece levantarme. Está bien, me levanto. El agua está fría, el calentador no funciona...me c... en la leche. En fin...hay cosas peores...por ejemplo, este temblor en todo el cuerpo, como si mis miembros tuvieran vida propia, como si fueran a su bola, sin mi permiso. Hay mucha gente por los pasillos pero paso de ellos, bueno, de Magdalena no paso del todo, hoy está bellísima, a sus cincuenta y cinco años, según me dijo ella el otro día en el banco del jardín, cuando los pájaros anunciaban la noche y en mi cabeza no terminaban de fijarse unos pensamientos inquietantes. Revoloteaban como mariposas, pero no lograba atraparlos y ponerlos en orden. Aunque hoy Magdalena no me ha visto, anda con sus pequeños pasos, la mirada perdida y su media sonrisa de siempre, pero da la impresión de que ahora tiene un destino claro, un lugar donde ir, en esta mañana tan...tan...no sé, tan … que no sé, vamos, pero es una mañana fuera de lo normal. O seré yo. Pues no sé, aún no estoy lo suficientemente despierto para hacer distinciones tan complicadas. Iré al comedor a desayunar algo, me siento extrañamente juvenil, ¡qué raro es todo! ¿Porqué ayer estaba tan alicaído y me asustaban hasta los cuadros del comedor? con esos acantilados tan burdamente pintados pero que para mi eran abismos sin final por donde en cualquier momento podría caer. Me atraían de una forma extraña. Hoy me encuentro fuerte, no caeré en esa estupidez de los abismos. Si al menos fueran buenos cuadros. No sé si es mi imaginación o me pareció que Magdalena llevaba una pequeña flor blanca en el pelo ¿No sería un reflejo de las luces del techo? Me suena el estómago, será de hambre. Ayer cené poco, se me ocurrió ver un rato el telediario en la tele del salón y se me cortó el cuerpo. En el comedor quedan aún algunas personas, pero reina un silencio acogedor. Elías me saluda con la mano desde una mesa en la otra punta del comedor. Elías es lo que yo llamo un amigo. Un tipo que no se mete nunca donde no le llaman, nunca jamás, pero siempre está ahí cuando lo necesitas. No hay muchos así por aquí, o al menos yo no los he visto. Me siento con él y me cuenta un sueño que ha tenido esta noche. En el sueño, él trata de comprar fruta en el mercado, pero nadie lo atiende, parece como si fuera invisible. Va de puesto en puesto pidiendo “un kilo de mandarinas, por favor”, pero en ese mundo nadie parece darse cuenta de su presencia, así que al final, armándose de valor, coge una bolsa, la rellena de mandarinas y se va sin pagar. Se come un par de mandarinas y el resto las va repartiendo entre los mendigos que se sientan en el suelo cerca del mercado. Estos si que ven a Elías y a las mandarinas y le dan las gracias respetuosamente por el regalo. Elías se ha levantado esta mañana muy feliz y ahora me cuenta su sueño con cara de niño travieso. En el jardín me ciega el sol por un momento y pienso en el Apocalipsis, no se porqué, yo soy agnóstico de pura cepa. En cosas peores me he entretenido, cuando dejo fluir libremente mi imaginación, algunas de esas interminables tardes de verano, esperando que algún familiar venga a visitarme al manicomio. No estoy seguro de haberme tomado la medicación esta mañana...

El Doble

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El Doble

       Me lo había dicho ya tanta gente que no tuve más remedio que ir a comprobarlo yo mismo.

     En una ciudad del norte había un tipo que era absolutamente clavadito a mí. Todos coincidían en la descripción: tímido, prudente, atractivo, misterioso, escurridizo, amigo de la soledad, imprevisible, ni alto ni bajo, abstemio, poco hablador, relativamente culto, un muermo para algunos, encantador para otros…

    Me habían dado tanto la lata que decidí presentarme en esa ciudad y demostrarle a todo el mundo que como yo no hay otro, faltaría más. Cogí el AVE y en unas horas me planté en B. Me habían informado en donde vivía, donde trabajaba y que garitos frecuentaba (eso ya me sonó raro, yo no suelo frecuentar garitos a estas alturas de la película).

     Como llegué al mediodía, decidí esperarlo a la salida del trabajo, oculto tras unos arbustos de un jardín cercano. A eso de las dos de la tarde empezó a salir gente de la empresa donde trabajaba “mi doble” (¿o era yo “su doble”?). Me quedé estupefacto cuando lo vi. Era mi vivo retrato (o yo el suyo). Además se montó en una Vespa igualita que la mía y se incorporó con prudencia al intenso tráfico que reinaba en la calle en esa hora punta.

    Busqué un restaurante para comer. Era uno de los que me habían dicho que a veces iba mi doble. No hubo suerte pero comí de maravilla (ni mucho ni poco, un menú equilibrado, dentro de lo equilibrado que se puede comer en un restaurante normal).

  Por la tarde, sin dormir la siesta (y esto es algo que no suelo perdonar) fui a tomar una copa (muy rara vez voy a los bares a tomar una copa) a otro de los sitios que supuestamente frecuenta nuestro “amigo”. Ya iba por la tercera copa (y eso que soy abstemio) cuando mi doble se presenta en el bar con gabardina y sombrero (de esa guisa vestía yo también ese día, en plan Philip Marlowe). Se escurre hacia un lateral y ocupa una mesa medio oculta detrás de una columna, no muy lejos de donde me encuentro parapetado estratégicamente también tras otra columna. Lee un periódico que el bar facilita a sus clientes.

   El bar es silencioso y puedo oír que mi doble pide con voz queda un té con canela, añadiendo un “por favor” al final. El camarero le pregunta si quiere algo de comer, pero mi doble, a esa hora no suele comer nada (como yo, por cierto)

   En una especie de arrebato y después de pensármelo varias veces, me atrevo a levantarme, acercarme a su mesa y sentarme frente a él, copa en mano, sin pedir permiso.

  Mi doble me mira disimulando su asombro (lo se porque yo disimulo muy bien también en este tipo de situaciones). Nos miramos a los ojos, sin avasallar, durante un tiempo que no sabría concretar y de pronto, sincronizadamente, alzamos nuestros vasos y los entrechocamos en un brindis silencioso. No tenemos nada que decirnos, lo sabemos todo el uno del otro con solo mirarnos, así que dejo mi copa en la mesa, intentamos ambos una leve mueca de simpatía mutua, me levanto y salgo del bar sin que nadie note mi ausencia, excepto mi doble, al que no parece importarle mucho (o al menos, lo disimula muy bien)