RECUERDOS DE UNA MUJER ANTES DE MORIR
Cuando ya me quedan meses, quizás semanas o días para que mi estancia en este mundo llegue a su fin, me gustaría dejar por escrito algunos lances de mi vida por si pueden ser de interés para alguien, cosa que dudo.
Lo primero que recuerdo más o menos con cierta nitidez es a mi madre caminando delante de mí con su culo redondo dando bandazos de lado a lado del carril de tierra y con el cesto de ropa en la cabeza yendo hacia el río. Tendría yo unos tres o cuatro añitos. Ahí me di cuenta de que nunca sería como mi madre. Yo sería puro espíritu (nada de culo gordo ni tiestos en la cabeza). Yo sería casi un suspiro. Ahora que ya casi expiro, creo que conseguí aquel deseo de la niñez. También recuerdo que fue a partir de aquella visión cuando empecé a querer a mi madre con locura, con ternura, con pasión. Ella era lo opuesto a lo que yo quería ser y, curiosamente, al mismo tiempo, era la personificación de la bondad hecha carne.
Un segundo recuerdo importante fue el primer beso. A los catorce años fui a una fiesta de cumpleaños y en el típico juego de “las tinieblas”, al apagar la luz, me metí en un armario lleno de ropa donde alguien había tenido antes que yo la ocurrencia de esconderse. Pensé que era uno de los muchos niños invitados a la fiesta. De pronto noté que me acariciaban la cara como hacen los ciegos para reconocer a alguien. Me dejé hacer. Sentí escalofríos. Luego vino el beso, liviano, casi un roce en los labios. En ese momento alguien abrió la puerta del armario y allí estábamos yo y “ella”, la niña que me caía peor de todo el colegio. A partir de aquel lance fortuito, se me quedó la etiqueta de lesbiana y ya nada ni nadie pudo borrarla.
El tercer recuerdo que me viene a la cabeza cuando repaso mi vida en las tardes de domingo bebiendo té y mirando por la ventana como se refugian los pájaros en los árboles, es mi primer día como trabajadora social en una de las prisiones más importantes del país. Me asignaron un preso al que tenía que sacar toda la información referente al delito cometido y a su carácter y luego ayudarle ante el juez. Era un hombre mayor, pelo corto y rojizo, ojos pequeños y penetrantes, aún de aspecto agradable. Me miró fijamente a los ojos y me dijo con absoluta calma: “Es inútil joven, no hay nada que hacer; soy culpable y no me arrepiento. Lo volvería a hacer. No pierda el tiempo conmigo”. No supe que hacer. Salí de allí bloqueada, asustada. Entré en el servicio y lloré desconsoladamente durante un buen rato. La mirada fría del preso y la impotencia que sentí se quedaron clavadas en mí y luché contra ellas durante toda mi vida. En aquel momento hice el propósito de ser la mejor en mi trabajo. Y si no fui la mejor, poco le faltó porque me dediqué en cuerpo y alma a los presos, procurando que la estancia en la cárcel fuera lo más llevadera posible y ayudándoles en todo el proceso ante los jueces con la mayor solvencia.
No tuve pareja ni la busqué. Hubo pretendientes de ambos sexos pero los rechacé sin inmutarme. Mi espíritu no permitía compartir mi vida con nadie. Sería muy duro para mi pareja llevar la existencia ascética que había programado y yo no necesitaba a nadie para llevarla a cabo. A veces, casi siempre en otoño, algún pensamiento se cruzaba en mi mente, imaginando una vida compartida, me dejaba llevar unos instantes por un supuesto idilio pero enseguida volvía a mi ser y descartaba todo pensamiento que me apartara de mi camino.
Luego me jubile con tristeza y me retiré a una casita en el pueblo que había heredado de mis padres. Mi padre siempre quiso que yo viviera en esa casita cuando fuera mayor y así fue. Él nunca demostró cariño por mí, pero sé que me quería con esa forma silenciosa y brusca de algunos campesinos de tierra adentro que trabajan en el campo de sol a sol.
Una noche de tormenta, sentada en una mecedora en el porche de la casa, me descubrí llorando, al recordar tan vívidamente que parecía estar ocurriendo en ese momento, aquel beso con la niña en el armario; noté el roce en los labios, se me puso la piel de gallina; al instante sonó un trueno descomunal que me hizo dar un salto en la mecedora. Entré en la casa, me preparé un consomé y me fui a la cama.
Viví una jubilación tranquila y solitaria en el pueblo; solo alternaba con el tendero y con algunas vecinas que me traían víveres de sus huertas y granjas de vez en cuando. Oía la radio, me dedicaba a los menesteres habituales de cualquier casa y daba algún paseo por los alrededores cuando hacía buen tiempo.
Hay un recuerdo que querría que se quedara para mí, para no quedar como una loca. Pero contaré algo. Una vez vi a un fantasma rondando alrededor de mi cama. Sé a ciencia cierta que era un fantasma pero no voy a dar detalles. Cerré los ojos muerta de miedo y llamé mentalmente a “mi ángel”. Al abrir los ojos, el fantasma había desaparecido. Sé que lo que llamo “mi ángel” es imaginario, pero casi nunca me falla. No vayan a pensar que soy una vieja chiflada.
Y ahora, que ya me queda poco por vivir, dejo estos breves recuerdos, más que nada para que al escribirlos, me hagan sentir que he vivido. Aunque no sé si ha sido un camino elegido por mí a partir de los propósitos hechos en mi niñez o alguien lo ha trazado de una manera tan sutil que me lo ha hecho creer así.
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