¿Me quieres?
¿Me
quieres? Pues claro ¿es que no lo sabes ya? Pero necesito que me lo
digas de vez en cuando. Vaaaaale. Pues dímelo ahora. Te quieeeero.
Ana y Emilia
eran sordomudas y pasaban el día “hablándose” con las manos y
con gestos. En la cama, de noche, alargaban sus brazos buscándose,
se palpaban, pellizcaban y acariciaban en el silencio de la noche,
que para ellas era un silencio parecido al del día, solo que más
oscuro.
Eran
bulliciosas, pícaras, solícitas, retozonas y sus vidas se habían
mezclado como enredaderas trepando en el mismo muro. En el muro a
veces daba el sol y a veces la sombra. Ahora era de día y luego
llegaba la noche. Pasaban las estaciones, pero ellas permanecían
inmutables, herbáceas, brillando a la luz del sol o la luna. Aquello
debía ser la eternidad, o se le parecía mucho.