Viceversa
Cuando estaba
embarazada de mi madre (si, aunque parezca raro) me ocurrieron cosas
muy extrañas. Todas las estatuas querían contarme sus secretos.
Llamaban mi atención guiñándome un ojo o siseándome muy flojito
cuando pasaba a su lado. Sin ir más lejos, paseando por la plaza del
2 de Mayo, las estatuas de Daoíz y Velarde me miraron a la vez y me
hicieron señas para que me acercara. Me acerqué y me dijeron que ya
estaban hartos de estar en esa posición tan ridícula y que ya había
llovido mucho desde la rebelión contra los franceses. A ellos, a
estas alturas, ya les caían bien los franceses y todo, así que no
sabían porqué tenían que estar allí todo el rato haciendo el
gilipollas en medio de la plaza. Yo no tenía ni idea de que
contestarle a unos trozos de piedra tallados, así que tomé la
decisión de alejarme en lo posible de las plazas donde habitaban
esos monstruos parlantes. No me consta que a alguien más le haya
pasado lo mismo que a mí.
Pero eso no
era todo, cuando decidí no hacerle caso a las estatuas, me siguieron
ocurriendo cosas fuera de lo normal. Mi marido, tan nervioso y
activo él, que antes del embarazo mantenía unas terribles batallas
verbales conmigo por cualquier cosa y siempre quería tener la razón,
ahora, mientras estaba embarazada de mi madre, con las hormonas
descolocadas, le montaba yo unos pollos tremendos por un quítame ahí
esas pajas, y él, muy tranquilo, siempre me respondía: “Mira
Asun, tú lo que tienes que hacer es quererme, lo demás no importa
un carajo”, y se quedaba tan pancho. Eso me ponía peor y tenía
que controlarme para no tirarle una sartén o lo que sea a la cabeza.
Luego, con el transcurso del tiempo, llegué a comprender un poco su
actitud, pero entonces…
Otra cosa
digna de resaltar era que tenía siempre la impresión de estar
perdiendo el tiempo. Hiciera lo que hiciera, estaba perdiendo el
tiempo tontamente. Para qué hablar, si nadie me entendía. Para qué
acostarme si apenas iba a dormir. Para qué comer, si luego lo
vomitaba casi todo. Para qué parir, si no iba a dar a luz a una
hija, si no a mi madre. ¿Por qué me pasaba todo esto a mí? Como
todavía no tenía madre, no podía irle con el cuento y que me
consolara. Y como tampoco conocía un precedente semejante, no podía
comparar y sacar conclusiones de ningún tipo. En fin, una época
horrorosa que para mí se queda.
Llegó el
momento del parto. Yo estaba muy nerviosa, nunca había parido a mi
madre y no sabía por donde iban a salir los tiros. En el último
momento me desmayé y no me enteré de nada. Cuando me entregaron a
mi madre con su pijamita y su gorrito para no perder calor por la
cabeza, me entró una ternura que nunca había sentido. Una vez que
nos dejaron solas a las dos, mi madre, tan chiquita ella, me miró y
me dijo: “Bueno, ya está bien de mirarme y dame de mamar, que
tengo hambre”. Me sentó como un tiro, nada más nacer y dándome
órdenes. Le dije muy resuelta: “Oye, mona, tú serás mi madre
pero yo te he parido, así que las cosas claras, aquí quien manda
soy yo”. Le di de mamar y aparentemente se quedó tranquila. Luego,
las cosas no fueron tan fáciles. Siempre había un tira y afloja,
una lucha de poderes entre ella y yo, una tensión que se palpaba,
aunque en público nos mostrábamos como madre e hija ejemplares y
nadie podía imaginar que la madre era la hija, y viceversa.